El consumo energético de la IA: la revolución que podría costarnos el planeta

La inteligencia artificial está transformando industrias, negocios y la vida cotidiana. Sin embargo, detrás de su crecimiento exponencial se esconde una realidad preocupante: el consumo energético de la IA se ha disparado a niveles sin precedentes, arrastrando consigo una serie de consecuencias ambientales que podrían poner en jaque nuestros esfuerzos por construir un futuro sostenible.

Ya no se trata solo de servidores encendidos o facturas de electricidad infladas. La revolución de la IA está dejando una huella ecológica profunda: desde un uso excesivo de recursos hídricos, hasta la generación masiva de residuos electrónicos, pasando por un preocupante aumento en las emisiones de carbono.

Una demanda energética en ascenso vertical

En los últimos años, el consumo energético de la IA ha crecido a un ritmo que muchos expertos califican como insostenible. Los modelos más avanzados requieren una potencia de cálculo descomunal, lo que dispara la demanda eléctrica a niveles nunca antes vistos.

Para entender la magnitud del problema basta con mirar los números: en 2024, los centros de datos globales ya consumen alrededor de 415 teravatios-hora (TWh), lo que representa el 1,5 % del total mundial, creciendo a un ritmo del 12 % anual. La porción atribuida directamente a la IA aún es modesta (unos 20 TWh), pero se proyecta que se multiplicará varias veces en los próximos años.

Distintos informes alertan que, para 2025, solo los centros de datos destinados a IA podrían demandar 10 gigavatios (GW) adicionales de energía, una cifra que supera toda la capacidad energética del estado de Utah. Y si la tendencia continúa, para 2030 el sector podría consumir más de 1500 TWh, equivalente al 3 % del total eléctrico global, según estimaciones de la OPEP.

Incluso Goldman Sachs advierte que la demanda energética global de los centros de datos podría crecer 165 % entre 2023 y 2030, mientras que los destinados exclusivamente a IA se cuadruplicarían.

¿Qué parte del proceso consume más energía?

Cuando se analiza el gasto energético de la IA, se divide en dos grandes fases: el entrenamiento de los modelos y su uso en producción.

Entrenar un modelo como GPT-3 implicó el uso de alrededor de 1287 megavatios-hora (MWh). Pero su sucesor, GPT-4, habría necesitado hasta 50 veces más energía. Y, aun así, el entrenamiento representa solo una parte del impacto. Se estima que el uso cotidiano de modelos ya entrenados —como responder preguntas o generar texto— puede representar más del 80 % del consumo total de un sistema de IA.

Una simple interacción con ChatGPT, por ejemplo, consume aproximadamente 2,9 Wh, mientras que una búsqueda en Google apenas requiere 0,3 Wh. Multiplicado por millones de usuarios diarios, el impacto es enorme.

IA y redes eléctricas: una presión constante

La situación plantea un desafío serio para las infraestructuras energéticas. En 2024, la demanda global de electricidad creció un 4,3 %, en parte por el auge de la IA, junto con el crecimiento de vehículos eléctricos e industria automatizada. Las proyecciones más pesimistas sugieren que, si no se implementan soluciones estructurales, los centros de datos podrían consumir hasta el 21 % de la electricidad mundial para 2030.

Esta presión genera dudas reales sobre si los sistemas eléctricos actuales pueden sostener este crecimiento sin comprometer el suministro general o disparar los costos para el resto de la sociedad.

Más allá del enchufe: agua, residuos y emisiones

La huella ambiental de la IA no termina en los kilovatios. Enfriar los centros de datos —necesario para mantener el hardware funcionando a temperatura óptima— requiere cantidades masivas de agua. En promedio, se usan entre 1,7 y 2 litros de agua por cada kWh consumido.

Solo en 2022, los centros de datos de Google utilizaron 19.000 millones de litros de agua dulce, un aumento del 20 % respecto al año anterior. Si extrapolamos esta tendencia, el ecosistema global de IA podría llegar a consumir seis veces más agua que todo un país como Dinamarca.

A esto se suma el problema de los residuos electrónicos. La carrera por mejorar hardware —especialmente GPU, TPU y aceleradores para IA— implica reemplazos frecuentes, lo que genera una montaña de desechos tecnológicos. Se estima que la IA podría producir hasta cinco millones de toneladas de residuos electrónicos anuales para 2030.

Además, la fabricación de chips de IA implica un gasto ambiental significativo: más de 1400 litros de agua y 3000 kWh de electricidad por unidad, sin contar los minerales críticos como el litio, cobalto y tierras raras, cuya extracción suele ser contaminante y socialmente conflictiva.

Las emisiones no se detienen

Si la energía utilizada para alimentar estos sistemas proviene de fuentes fósiles, las consecuencias climáticas se agravan. Entrenar un solo modelo de IA puede generar tantas emisiones de CO₂ como cientos de hogares durante un año.

Las grandes tecnológicas lo saben. Microsoft reportó un incremento del 40 % en sus emisiones entre 2020 y 2023, debido a la expansión de sus centros de datos. Google, por su parte, ha visto un aumento cercano al 50 % en sus emisiones totales en los últimos cinco años, impulsado en gran parte por el desarrollo de su infraestructura de IA.

¿Puede la energía renovable salvarnos?

Las fuentes de energía renovables (solar, eólica, hidroeléctrica y geotérmica) son una parte esencial del plan para descarbonizar el crecimiento de la IA. En Estados Unidos, se espera que las renovables pasen del 23 % al 27 % de la generación eléctrica entre 2024 y 2026.

Microsoft ha prometido adquirir 10,5 GW de energía renovable solo para alimentar sus centros de datos entre 2026 y 2030. Y, en algunos escenarios, la IA podría incluso ayudarnos a gestionar mejor estas fuentes: optimizando la distribución de energía, anticipando picos de demanda o ajustando el consumo según la disponibilidad.

Pero las renovables tienen limitaciones: el sol no siempre brilla, ni el viento sopla. Las baterías que permiten almacenar esta energía son costosas, ocupan espacio y aún no alcanzan la escala necesaria. Además, conectar nuevos parques solares o eólicos a las redes existentes es un proceso lento, lleno de obstáculos técnicos y regulatorios.

La opción nuclear gana terreno

Ante las limitaciones de las renovables, la energía nuclear vuelve a estar en el centro del debate. Es estable, constante y baja en emisiones de carbono, tres factores clave para la IA.

Empresas como Amazon, Microsoft y Google ya están considerando seriamente esta alternativa. En particular, hay un gran interés en los pequeños reactores modulares (SMR), por su menor tamaño, mayor seguridad y capacidad de desplegarse cerca de los centros de datos.

Matt Garman, director de AWS, lo dijo sin rodeos: «La energía nuclear es una gran solución para los centros de datos. Está disponible 24/7, no emite carbono y puede escalar con nuestras necesidades». Pero incluso los defensores reconocen que la energía nuclear no es una solución mágica. Su despliegue es lento, costoso y depende de la aprobación pública y regulatoria, lo que la convierte en una solución a mediano y largo plazo.

Innovar para reducir la huella energética de la IA

Frente a este escenario, la innovación tecnológica se vuelve crucial. Ya existen estrategias prometedoras para reducir el consumo energético de la IA desde el diseño de los propios modelos:

  • Poda de modelos: eliminar partes innecesarias de un modelo sin sacrificar rendimiento.
  • Cuantización: usar números más pequeños o menos precisos para reducir el uso de memoria y procesamiento.
  • Destilación de conocimiento: entrenar modelos más pequeños para que imiten a modelos grandes.
  • Modelos especializados: en lugar de IA generalistas gigantes, se desarrollan modelos más ligeros para tareas específicas.

A nivel de infraestructura, también se exploran técnicas como la asignación dinámica de recursos, la limitación de potencia, y el uso de software que permite mover tareas hacia momentos con energía más limpia o menor demanda.

Incluso la propia IA puede mejorar los sistemas de refrigeración inteligente en centros de datos, ajustando automáticamente su comportamiento para minimizar el uso de agua o electricidad según las condiciones climáticas.

Y una tendencia que podría cambiar el juego: la IA en el dispositivo. En lugar de enviar todos los datos a la nube, muchas funciones de IA comienzan a realizarse directamente en los teléfonos o wearables, con chips diseñados para ser ultraeficientes. Esto reduce tráfico, latencia y, sobre todo, consumo energético.

¿Y la regulación?

A medida que se reconoce el impacto ambiental de la IA, comienzan a surgir iniciativas regulatorias. Algunos gobiernos ya están planteando:

  • Normas claras de reporte de consumo energético y huella ambiental.
  • Incentivos fiscales para hardware duradero y reciclable.
  • Créditos energéticos para fomentar el uso de tecnologías sostenibles.
  • Restricciones al uso de energía fósil en ciertos contextos de IA empresarial.

La firma del reciente acuerdo entre Emiratos Árabes Unidos y EE. UU. para construir el mayor campus de IA del mundo en el Golfo pone sobre la mesa la urgencia de que estos proyectos incluyan una perspectiva energética y ambiental desde el principio.

Una carrera tecnológica… y ambiental

El consumo energético de la IA es uno de los grandes desafíos invisibles de esta década. Mientras el mundo compite por liderar el desarrollo de modelos más potentes, también estamos compitiendo por evitar un colapso ambiental silencioso.

Pero hay esperanza. Si priorizamos la eficiencia energética en cada capa del desarrollo —desde los algoritmos hasta el hardware y la infraestructura—, si invertimos en energía limpia de forma responsable, y si exigimos políticas que equilibren innovación con sostenibilidad, aún estamos a tiempo de lograrlo.

La IA puede cambiar el mundo. Pero para que ese cambio sea positivo y duradero, primero debemos asegurarnos de que no cueste el planeta.

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